Había sido un año desafortunado, pues se habían perdido la
mayoría de las cosechas y los habitantes de aquella comarca sabían que aquello
significaba pasar calamidades, hambre y miserias.
Aquella situación afectaba a todo el pueblo, pero ninguna
familia lo sufría tanto como la que daba cobijo al joven Hariel.
Y la verdad es que este destino era tan adverso que parecía
haberles elegido para depositar todos los males en ellos. Primero fue la
pérdida de la siembra y ello dio lugar a la aparición del hambre y la pobreza.
Pero lo que más le afligía era saber que iban a perder a su único hijo, el cual
se encontraba muy enfermo.
Todos en el pueblo amaban a Hariel con un cariño muy
especial. Derrochaba tanto amor y era tan dulce y bondadoso, que se disputaban
tenerle cerca. Sin embargo, en aquellos días, el dolor se apoderó de ellos al
ver como poco a poco aquella enfermedad le consumía. A pesar de ello, Hariel no
perdía su optimismo y entusiasmo y viendo que sus padres sufrían, le dijo con
alegría en el corazón y en sus labios:
· Padres, esta noche he tenido una breve charla con Dios. Me
preguntó si tenía miedo, pero yo le contesté que, por qué debía tenerlo. Él, al
oírlo me sonrió y me besó en la frente. Cuando ya se alejaba se volvió y me
dijo: "muchos ángeles del cielo sienten una profunda admiración por ti.
Ellos estarán a tu lado y te ayudarán. Cuando necesites verdaderamente algo,
pídelo y ellos te complacerán. Qué así sea, por tu bondad".
Los ojos del padre no pudieron evitar que gruesas lágrimas
emanaran de ellos. Su corazón estaba tan destrozado por el dolor que ardía en
deseos de aportarle los argumentos necesarios para convencerle de que ningún
Dios permitiría que una criatura tan inocente muriese cuando fluía en él la
savia de la vida. Y fue por ello, que dirigiéndose a su hijo en tono enérgico,
le dijo:
·
No hijo, te equivocas, has debido soñarlo. ¿Cómo puede Dios
castigarme tanto?
El dolor que su padre sentía era tan amargo, que no pudo
evitar Hariel que le contagiase, y sintió tanta pena que deseó profundamente
que su padre volviera a tener fe en Dios.
Con ese pensamiento quedó dormido, y sería a la mañana
siguiente, cuando la luz llamaría a su hogar. La fiebre que consumía la salud
del muchacho había desaparecido por completo. Y no tan solo eso, tampoco sentía
el dolor que días antes le había atormentado.
Su padre no podía creer lo que veía. Era un verdadero
milagro, y las lágrimas de nuevo invadieron sus ojos, pero en esta ocasión
tenían un motivo diferente, lloraban de alegría. Aquella explosión de felicidad
era el modo de agradecerle a Dios su acción.
Aquella mañana dejó de nevar, el sol ya despuntaba en el
cielo anunciando un DESTINO ESPERANZADOR.
Fin
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