Con el propósito de hablar sobre la Religión del
Padre, de definir su significado, hemos dedicado una serie de capítulos al
término “Reino de los Cielos o Reino del Padre”. Aquellos que hayáis seguido el
contenido de dichos escritos, estaréis en condiciones de conocer las
afirmaciones que hemos compartido sobre este tema.
Bien, siguiendo con la iniciativa marcada de
ir describiendo aspectos relacionados con la Religión del Padre, hoy nos
adentraremos en un contexto que considero puramente mágico, poético y
revelador, me estoy refiriendo a las “Bienaventuranzas”.
¿Por qué dirigimos nuestra atención a este
apartado de las Enseñanzas Sagradas? Sencillamente, porque el primero de los “trabajos”
que llevó a cabo Jesús en su labor evangelizadora, tras emprender el “reclutamiento”
de sus más fieles discípulos, los Apóstoles, fue “predicar el evangelio del
Reino”.
El Reino del Padre fue revelado por primera
vez ampliamente en el llamado Sermón de la Montaña. Nos describe la crónica
sagrada que, viendo la multitud, Jesús tomó a sus discípulos y subió a la
montaña (Mateo 5). En el lenguaje de los símbolos, el acto de subir a la
montaña significa elevarse espiritualmente, abandonar el plano de lo
multitudinario para entrar en contacto con las instancias más elevadas que hay
en uno mismo.
Pero antes de adentrarnos a analizar cada una
de las bienaventuranzas, preguntémonos:
¿Qué son las Bienaventuranzas?
Bienaventuranza (también llamada macarismo)
es en la Biblia un género literario con más de un centenar de ejemplos, tanto
en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Tiene antecedentes en escritos de
otros pueblos, en especial de Egipto. Se recurre a este género para expresar
una «felicitación» a las personas
que, por tener una dada cualidad o mantener una forma de conducta grata, están
ligadas con “el Dios que da la vida”.
Cuando en la Biblia se proclama una
«bienaventuranza» o su opuesto, no se busca pronunciar ni una «bendición» que
proporcione la felicidad, ni una «maldición» que produzca la infelicidad, sino
exhortar, sobre la base de la propia experiencia
de felicidad, a seguir los caminos que conducen a ella. Sin embargo, este
género literario experimentó una evolución lenta a través del Antiguo y del
Nuevo Testamento, que fue de los bienes meramente terrenales a los llamados “bienes
eternos”.
Dentro del elevado número de sentencias que
constituyen este género literario, quizá las más célebres sean las ocho con que
comienza Jesús de Nazaret el sermón del monte (Mateo 5:3-11).
Las bienaventuranzas son una síntesis de los
principios que constituyen el ideal de la vida cristiana.
Esta página del evangelio de San Mateo
expresa admirablemente toda la elevación de la perfección cristiana a la que
Jesús llama a todos los hombres. El Sermón de la Montaña es un compendio de la
doctrina cristiana; es la solemne promulgación de la nueva ley, otorgada para
perfeccionar la ley mosaica y enmendar erróneas interpretaciones: “No penséis
que he venido a abrogar la Ley o los profetas; no he venido a abrogarla, sino a
consumarla”. (Mt. 5, 17).
Desde el Sermón de la Montaña hasta el
discurso de la Última Cena, Jesús enseñó a sus discípulos a manifestar un amor
paternal en lugar de un amor fraternal. El amor fraternal consiste en amar al prójimo
como a sí mismo, lo que sería una aplicación adecuada de la “regla de oro”.
Pero el afecto paternal exige que améis a vuestros compañeros mortales como
Jesús os ama.
Jesús ama a la humanidad con un afecto doble.
Vivió en la tierra bajo una doble personalidad, humana y divina. Como Hijo de
Dios, ama al hombre con un amor paternal, es el Creador del hombre, su Padre en
el universo. Como Hijo del Hombre, Jesús ama a los mortales como un hermano,
fue realmente un hombre entre los hombres.
Jesús no esperaba que sus discípulos
consiguieran una manifestación imposible de amor fraternal, pero sí contaba con
que se esforzarían tanto por parecerse a Dios, por ser perfectos como el Padre
que está en los cielos es perfecto, que podrían empezar a considerar a los
hombres como Dios considera a sus criaturas, y así podrían empezar a amar a los
hombres como Dios los ama, a manifestar los principios de un afecto paternal.
En el transcurso de estas exhortaciones a los doce apóstoles, Jesús trató de
revelar este nuevo concepto de amor paternal, tal como está relacionado con
ciertas actitudes emocionales involucradas cuando se efectúan numerosos ajustes
sociales al entorno.
El Maestro inició este importante discurso llamando
la atención sobre cuatro actitudes de fe, como preludio a la descripción posterior
de sus cuatro reacciones trascendentales y supremas de amor paternal, en contraste
con las limitaciones del simple amor fraternal.
Primero habló de los que eran pobres de
espíritu, de los que tenían hambre de rectitud, de los que perseveraban en la
mansedumbre y de los limpios de corazón.
Se podría esperar que estos mortales que
disciernen el espíritu alcanzarían los niveles suficientes de desinterés divino
como para ser capaces de intentar el extraordinario ejercicio del afecto paternal;
que, incluso en la aflicción, estarían facultados para mostrar misericordia,
promover la paz y soportar las persecuciones.
Y que a lo largo de todas estas penosas
situaciones, amarían con un amor paternal incluso a una humanidad poco amable.
El afecto de un padre puede alcanzar unos niveles de devoción que trascienden
inmensamente el afecto de un hermano.
La fe y el amor de estas beatitudes fortalecen
el carácter moral y crean la felicidad. El miedo y la ira debilitan el carácter
y destruyen la felicidad. Este sermón importante se inició con una nota de
felicidad.
El Sermón de la Montaña iba dirigido
exclusivamente a sus discípulos, que ahora eran ya doce. Algunos tenían ya
cierta experiencia evangelizadora, otros aún no. Formaban ya un equipo unido
aunque frecuentemente chocaran entre ellos por cuestiones de carácter, y Jesús
ordenó que los doce se arrodillasen formando un círculo en torno a él y el
Maestro puso sus manos sobre la cabeza de cada apóstol, empezando por Judas
Iscariote y terminando por Andrés. Jesús pronunció una breve plegaria dirigida
al Padre, suplicándole que amara y acompañara a los doce, como lo había amado y
acompañado a él.
Los apóstoles permanecieron en silencio
durante unos minutos, profundamente emocionados. Pedro fue el primero en
levantar los ojos hacia su Maestro y el primero en abrazarlo. Sucesivamente
abrazarían a Jesús uno a uno. La escena estaba rodeada de un gran silencio
físico, pero quien hubiese tenido vista y oído espiritual hubiera apercibido
una multitud de seres celestiales cantando y contemplando desde lo alto la
escena sagrada en la cual el enviado divino traspasaba a los hombres la responsabilidad
de la promulgación del Reino.
Los doce serían el fermento del mundo de Dios
en la tierra y cada uno aportaría almas al Reino, incluso Judas, el traidor,
porque muchos son los hombres de este mundo que necesitan pasar por la
experiencia de la traición para que sus ojos sean abiertos.
Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5:3).
En las nueve Bienaventuranzas veremos
enaltecidos los valores contrarios a los que la sociedad profana suele
proclamar, enseñándonos así que el Reino Divino es la otra cara de la moneda de
esta sociedad humana. En las ceremonias de iniciación de las escuelas
herméticas, vemos que el candidato, antes de entrar en el templo, es despojado
de los metales que lleva encima. Este gesto simbólico corresponde a estos
primeros preceptos instituidos por Cristo ante los hombres que iban a ocuparse
de los intereses del Padre en la tierra. Los valores del mundo de abajo, no
tienen curso en el de arriba.
La primera Bienaventuranza iba dirigida a los
pobres en espíritu y en ella vemos la dinámica de Hochmah. ¿Por qué de ellos
serán los cielos? Porque en su estado evolutivo actual, el hombre puede captar
tan sólo una pequeñísima parte de la sabiduría divina. Si, una vez en posesión
de esa modesta parcela, el hombre ya se considera rico, se considera saciado de
esa sabiduría y constituye con ella sus certidumbres, proclamando la verdad que
esa parte del saber contiene, se estancará en ella y ya no le vendrán nuevas
luces.
Por el contrario, el que adopta una actitud
humilde respecto a sus conocimientos, el que dice, como el filósofo griego: “Yo
sólo sé que no sé nada”, el que se encuentra en situación hambrienta
espiritualmente hablando, ése atraerá la sabiduría hacia sus vacíos internos y
el cielo se manifestará en él. Jesús expresaba pues una norma con esa primera
Bienaventuranza, que puede anunciarse de la siguiente manera: No deis jamás
como definitivos los conocimientos que poseéis; no los toméis jamás como
posesiones personales que engalanan vuestra personalidad humana, como las joyas
adornan el cuello de las cortesanas.
Al contrario, haced que vuestra sabiduría sea
como el caminante, que abandona fácilmente las ciudades por las que transita
porque nada hay en ellas que lo retenga. El pobre lo comparte todo con más
facilidad que el rico porque tiene poco que compartir y es más fácil
desprenderse de un pedazo de pan que partir en dos un lingote de oro para dar
la mitad al amigo. No dejéis que los conocimientos espirituales se acumulen en
vuestro interior hasta crear una situación de riqueza, porque entonces os será
difícil compartirlos y os sentiréis propietarios de aquello que poseéis y
querréis sacarle un provecho, una renta.
Os convertiréis así en hombres ricos en
espíritu y el cielo ya no entrará en vosotros. Si, por el contrario, vais
compartiendo lo recibido, el Reino de los Cielos irá llenando vuestros vacíos
internos y la sabiduría transitará por vuestra alma como una película que no
tiene fin.
Así pues, para permanecer en estado de
pobreza, tenéis que dar lo que recibís antes de que se acumule y forme un
tesoro. Tenéis que prodigar la enseñanza, ir por el mundo y evangelizar.
Para un niño, la felicidad es la satisfacción
de un ansia inmediata de placer. El adulto está dispuesto a sembrar las
semillas de la abnegación, con el fin de obtener las cosechas posteriores de
una felicidad mayor. En los tiempos de Jesús y después de ellos, la felicidad
ha sido asociada demasiado a menudo con la idea de poseer riquezas. En la
historia del fariseo y del publicano que oraban en el templo, uno se sentía
rico de espíritu, egotista; el otro se sentía “pobre de espíritu”, humilde.
Uno era autosuficiente; el otro era enseñable
y buscaba la verdad. Los pobres de espíritu buscan metas de riqueza espiritual,
buscan a Dios. Estos buscadores de la verdad no tienen que esperar sus recompensas
en un futuro lejano; son recompensados ahora. Encuentran el reino de los cielos
en su propio corazón, y experimentan esa felicidad ahora.
Fuentes consultadas: Wikipedia. Libro de Urantia. Curso de Interpretación Esotérica de los Evangelios (Kabaleb). Nacar-Colunga (Biblia)
Continuará...
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