Y diciendo esto, Psique se alejaba de aquel misterioso lugar, profundamente emocionado y recordando la Sentencia del Escorpión: muerte y vida, muerte y vida. Por primera vez, la muerte se cruzaba en su camino, pero aún no alcanzaba a comprender el significado de aquella experiencia, pues él sentía fluir en su pecho una grata sensación de vida.
Sumergido en aquellas reflexiones, Psique siguió caminando sin rumbo fijo, pero sin perder la senda de aquel río que le había dado la oportunidad de reunir la quinta Sentencia. Repasó el contenido de su alforja, que cada vez contenía más valores, y pudo recordar al Carnero, al León, al Arquero, al Cangrejo y, por último, al Escorpión, y se sintió alegre, pues vio que su viaje estaba resultando provechoso. Sintió simpatía y no pudo evitar recordar a Cáncer. Sintió el ardor de alcanzar su meta de perfección, y la imagen del Escorpión tomó forma en su interior. Recordó la osadía de Aries, y el Carnero le dio fuerzas para marcar de nuevo el rumbo. Sintió orgullo ante la generosidad de su amigo Leo, y entonces el León le hablaba desde su corazón, y por último, se sentía alegre y optimista, y aquella sensación le llevó el recuerdo de Sagitario, el audaz Arquero.
Poco a poco fue descubriendo que el paisaje iba tornándose más y más árido y el viento soplaba con más intensidad. Igualmente, se percató de que el aroma peculiar de la vegetación del bosque se había transformado en una fragancia muy especial y aquello fue ganando de nuevo su interés, lo que le llevó a acelerar sus pasos tranquilos y meditativos.
Mereció la pena -y así lo pensó Psique-, pues al alcanzar la llanura, sus ojos fueron testigos de una escena de mágica belleza. El cauce de aquel río se fundía en un inmenso horizonte de agua que se extendía mucho más allá de donde podía alcanzar con su mirada.
Quedó como hipnotizado por aquel paisaje desconocido. Aquel valle azul se le antojaba la eterna dimensión del cielo, y corrió a su encuentro sintiendo que había llegado a su patria, a su hogar.
En aquella carrera, sus pies se hundían en la moldeable arena, y se extrañó al descubrir que a su paso iba dejando su propia huella. Quedó pensativo, pero el rumor de las olas del mar ganó su atención, atrayéndole hasta su propia orilla. Allí Psique quedó sumergido en un profundo sopor. Algo extraño le sucedía.
Aquel ir y venir de las aguas le mantenía atrapado en profundas sensaciones que no acababa de comprender, y motivado por una imperiosa necesidad interna, gritó con todas sus fuerzas:
“iPadre...! iPadre, estoy aquí! soy Psique, tu hijo legítimo.
Pero la fuerza de su voz se confundió pronto con el batir de las olas, que pacientemente iban acariciando las arenosas tierras que, como un suave manto, se extendían junto al mar.
Psique no desfalleció y de nuevo buscó la ayuda de su Padre.
“Padre, dime, ¿por qué mis pies dejan huella en esta extraña tierra? -y pronunciando estas emotivas palabras, Psique fue una vez más protagonista de algo especial y singular-“.
De sus ojos, y quemándole el rostro a su paso, emanaron dos gruesas gotas de agua, llegando a ganar las comisuras de sus labios. Un misterioso escalofrío recorrió todo su ser. Acababa de descubrir que el sabor de aquellas lágrimas le hablaba de la brisa extraña de aquellas tierras que tanto misterio envolvían.
Psique, profundamente sorprendido, acercó su mano diestra hacia el rostro con la
intención de secar aquellas gruesas gotas que enturbiaban su visión. Pensó que aquello era maravilloso. Él poseía el don de aquella oculta tierra. Su ser poseía agua. Qué extraño era todo aquello, y sin poder evitarlo, de nuevo sus ojos se cubrieron de aquella sensación, que para Psique se le antojó mágica. Y así quedó durante horas, hasta que un nuevo hecho vino a alterar las emociones que acababa de experimentar.
Con la mirada fija en el ir y venir de las aguas del mar, Psique observó cómo algo desconocido se deslizaba y daba graciosas piruetas salvando los torbellinos que formaban las olas. Admirado por aquel espectáculo, Psique recordó que aún le quedaba por reunir la Sentencia de los Peces. Pero pudo más su curiosidad y, guiado por ella, se acercó hasta la orilla con la intención de llamar la atención de aquellos juguetones seres. Y así lo hizo.
“¿Podéis oírme, extraños seres? Quisiera compartir vuestro juego -exclamó en voz alta, Psique-“.
Los dos Peces que no dejaban de zambullirse en el agua, para volver de nuevo a la superficie, apenas si le prestaron atención, al menos así se lo pareció a Psique, el cual, un tanto contrariado, volvió a elevar de nuevo la voz, pues pensó que tal vez no le habían oído.
“¡Eh, estoy aquí! Soy Psique, hijo legítimo de Mentor, Rey de la Ciudad Sagrada. Ya sabéis quién soy. Decidme, pues, ¿quién sois vosotros? -y viendo que no cesaban de dar saltos y más saltos, les dijo-. Pero queréis dejar de jugar por unos momentos y atenderme. Os lo suplico…”
Entonces, aprovechando uno de los breves instantes en que los Peces se encontraban en la superficie, uno de ellos le contestó:
“Lo sentimos mucho, pero no podemos permanecer fuera del agua, pues pereceríamos rápidamente”.
Apenas tuvo tiempo para añadir nada más, pues de nuevo tuvieron que sumergirse en el agua, pues de lo contrario se asfixiarían y morirían.
Psique no comprendía lo que sucedía. Hasta entonces sus amigos podían hablarle sin la necesidad de estar ahora fuera, ahora dentro. Sin duda, aquello suponía un nuevo reto, y estaba dispuesto a averiguar qué estaba pasando. Y con esta intención, y sin pensárselo dos veces, penetró en las profundidades de las aguas del mar.
Nuestro joven amigo quedó maravillado, pues jamás había esperado que las oscuras y penetrantes aguas del mar guardasen tanta belleza en su interior. Pero de repente algo vino a interrumpir aquella bella experiencia. Desde su pecho sintió que su corazón comenzó a latir descompasadamente, tratando de indicarle que estaba poniendo en peligro los atributos que custodiaba en su alforja: la vida.
Como guiado por una voz sobrenatural, Psique sintió la necesidad de salir a la superficie, pues sus ojos estaban enturbiados y apenas si podía mantener su lucidez. En un supremo esfuerzo consiguió salir hacia el exterior y, cuando así lo hizo, de nuevo se sintió con vida, aunque profundamente afectado, pues no comprendía lo que le había pasado.
“Aún es pronto, osado joven, para que puedas dominar nuestro elemento. Tan sólo aquellos que han logrado reunir las tres Sentencias de las Tierras Acuosas de Hochmah pueden descubrir por sí mismos los ocultos secretos que custodian celosamente las profundidades del mar”.
Aquellas palabras provenían de los Peces, que en esta ocasión parecían flotar sin peligro en la superficie del agua.
“Te llamas Psique según nos has dicho, pero dinos, ¿qué te ha traído hasta estas tierras de soledad? -le preguntó uno de los Peces-“.
“Vengo desde la Ciudad Sagrada con una misión muy importante. Busco la Sentencia de los Peces. ¿Pueden decirme dónde puedo encontrarlos? La única referencia que tengo de ellos es que los podré reconocer por su compasión. Pero ni tan siquiera comprendo el significado de esa palabra. Como veis, no me resultará fácil mi empresa. Pero tal vez podáis ustedes ayudarme. He tenido, hace poco, una extraña experiencia. He creído, al ver el mar, que había llegado a mi hogar, y una fuerza desconocida ha hecho que de mi garganta emanase una dolorosa exclamación. He llamado a mi Padre, pues algo me dice que me estoy alejando de él. Mis pies dejan marcas cuando pisan las movedizas arenas, y me pregunto, ¿qué extraño misterio se encierra en todo ello?, y sin saber cómo, de mis ojos y de un modo maravilloso fluyen, como si de dos manantiales se tratase, gruesas gotas de agua que misteriosamente saben igual que las aguas de este mar”.
Psique seguía y seguía hablando, y se dio cuenta de que sus amigos no podían permanecer eternamente en la superficie, sino que dependían de aquel elemento acuoso. Y aquella impresión le produjo una sensación que ya conocía. De inmediato sintió como su corazón se sentía herido y apenado, y sin querer evitarlo, dejó que de sus ojos emanaran aquellas gruesas gotas que para él seguían siendo un misterio.
“No debes llorar, ni tener compasión por nosotros -le dijo una voz que supo reconocer como la de uno de los Peces-“.
“iCompasión!, dices -exclamó el joven Psique, al tiempo que les preguntaba profundamente impresionado-. ¿Acaso yo soy compasión? Y si lo soy, ¿debo pensar que soy un pez?”
“Sí, amigo Psique. Eso que acabas de sentir es un noble sentimiento que nace puro desde la fuente del amor, desde el corazón. Ese sentimiento es amor”.
“Bueno, yo tengo un corazón. Leo, el León, me lo ofreció, y Amor también tengo, pues
Cáncer, el Cangrejo, me ayudó a adquirir ese magnífico don. Pero dime, ¿soy yo un pez?”
“No, amigo. Nosotros somos Peces, y somos la causa de que hayas despertado en ti mismo la esencia de la compasión. Esas lágrimas que emanan de tus ojos son como torrentes de vida que fluyen guiados por la fuerza del Amor. Y esas huellas que dejas a tu paso inscritas en las movedizas arenas del mar, son las que cada ser va dejando a su paso por la vida. Procura, joven amigo, que tus huellas no sean muy profundas, y cuando tus pasos hayan cubierto todas las travesías, sacúdete los pies para que el polvo del camino andando no ensucie tu ser”.
“Así lo haré sin duda, y en mi alforja custodiaré con celo vuestra hermosa Sentencia. Llegué hasta estas tierras perdido y un profundo sentimiento de soledad se apoderó de mí. Pero, gracias a que os he conocido, ahora continúo mi camino sabiendo que en mi interior hay un tesoro que comparto con la Suprema Inmensidad, con la Suprema Inmensidad, con la Suprema Inmensidad..
Psique acababa de abandonar la morada de los sueños, y aún podía recordar aquella frase que le abordaba una y otra vez... Suprema Inmensidad, Suprema Inmensidad. Y se preguntó extrañado qué sería la Suprema Inmensidad. Hasta ahora, cuanto conocía, nada se parecía a la Suprema Inmensidad. ¿Qué le había querido decir los Peces con aquel mensaje? Él mismo se sentía la Suprema Inmensidad, pero no sabía explicar por qué era así y no de otra forma, y siguió sumergido en todos aquellos interrogantes.
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