
Me pregunto, ¿qué es la vida?
Desde que nací, he ido identificándome con las percepciones físicas que mi cuerpo me transmite.
He sentido hambre y mi cuerpo me ha demandado alimentos que sacien mi
necesidad.
Sí, he aprendido, desde muy pequeño, que el mundo en el que vivo y que estoy
percibiendo como mi hogar, es un mundo de necesidad.
Mi cuerpo me demanda alimentos y mis sentimientos me demandan afectos. Sé que debo sonreír para despertar esa misma sonrisa en mis cuidadores; esto parece gustarles y se muestran más amables y felices cuando ven que yo también manifiesto felicidad. Con el tiempo, he aprendido a distinguir que no siempre puedo mantener ese sentimiento de felicidad, y poco a poco, echo en falta las demostraciones de amor de mi familia.
Me enseñan que es preciso ser el mejor en todo; que siendo el mejor puedo llegar lejos; puedo labrarme un futuro de abundancia que me permitirá tener todo cuanto quiera. Yo no dejo de preguntarme, ¿qué puede ser más importante que la sonrisa de mis padres, el abrazo de una madre o el reconocimiento de un padre? Pero esas cosas, me dicen, no me darán de comer el día de mañana.
Sí, he crecido con ese propósito de ser el mejor. La verdad, es muy cansado intentar ser en todo momento el mejor, pues muchas cosas de las que hago, no me gustan, pero no me atrevo a decírselo a mis padres, pues se entristecerían y dejarían de reír.
Reconozco que ya no me río como antes. Algunas veces me cuesta trabajo recordar cuándo fue la última vez que reí. Ahora soy un “hombre de provecho”. Sí, he conseguido ser el mejor. Tengo cuanto quiero. Una hermosa casa; un magnífico coche. Soy director general en una de las empresas más importantes del país. Tengo todo lo que deseo, menos una cosa, que echo verdaderamente de menos, no tengo tiempo para reír.
Muchas veces me he hecho esta pregunta: ¿Ha merecido la pena pagar tan alto precio por perder aquello que más felicidad me aportaba? ¿Cuánto daría ahora por recuperar las ganas de reír?
La vida no puede simplificarse como un corto viaje entre el nacimiento y la muerte. Si así fuese, vivir no tendría sentido. Ese tránsito vital en el que el ego ha puesto sus más absurdas creencias, es tan sólo una ilusión.
La vida tiene otro sentido mucho más liberador, pero para hacer real esta visión debemos reconocer que el mundo físico no es real y su única función es permitirnos expresar los valores espirituales de los que somos portadores.
La más elevada función que podemos expresar en el este
mundo es el perdón, pues esta expresión es la manifestación del Amor. Cuando
perdonamos, estamos extendiendo el poder liberador del Amor. Cuando perdonamos,
recuperamos la paz interior, la felicidad y, de nuevo, estamos en condiciones
de reír y de expresar nuestra inocencia.
Ejemplo-Guía: "Respira perdón y sabrás lo que es la paz"
Puede
que para alguno de los que leáis estas líneas, las juzguéis de una manera u
otra, pero os aseguro, que son compartidas desde la certeza de que, con que tan
sólo dos de nosotros nos pusiésemos de acuerdo en practicar el ejercicio
gratuito de respirar "perdón", estaríamos activando el interruptor
sagrado que ha de dispensar la Luz necesaria para experimentar la verdadera
vida.
Como bien sabemos, respirar, consiste en dos acciones, la de inspirar (inhalar) y la de espirar (exhalar). Cuando inspiramos, recibimos el oxígeno necesario para la vida física y cuando espiramos, expulsamos el dióxido de carbono. La vida en el mundo físico comienza con el acto de inspirar, sin embargo, ese ser que toma vida en el mundo con ese primer acto, ya se encontraba vivo en el interior de la madre y era alimentado directamente por su creador.
Al salir al exterior, esa conexión directa se interrumpe y se produce una
invitación a tomar por nosotros mismos el acto de vivir, y para ello, tenemos
que inspirar y espirar, es decir, tenemos que hacer uso del acto de respirar.
Mientras que permanecemos en el vientre materno, nuestra madre, nos protege,
nos alimenta y nos aporta lo necesario para que la vida se manifieste en
nuestro ser. En ese estado, no se concibe miedo, culpa, temor, odio o rencor.
Cuando en nuestro ejemplo-guía hemos vinculado al acto de respirar al perdón,
lo que pretendo dar a entender, es que, la vida, la verdadera vida,
tan solo será posible cuando utilizando el mecanismo que empleamos para la vida
física, la respiración, conseguimos que todo nuestro ser se impregne de la
esencia que nos devuelve al estado original de comunicación con nuestro
Creador: el perdón.
Estoy seguro, que tú, al igual que yo, y, al igual que el resto de nuestros
hermanos, anhelamos experimentar la paz. En mi ingenuidad, me pregunto, ¿quién
puede preferir la guerra, el ataque, el terror, a la paz y a la dicha?
Sin embargo, a pesar de que esta pregunta
suele tener una misma respuesta, no estamos dispuestos a dar el paso definitivo
para hacerla una realidad. Los motivos, se encuentran en la raíz que da origen
al miedo, en la creencia en la separación.
Respirar perdón, exige de nosotros estar dispuesto, en primer lugar, a recibir
el perdón, es decir, en llenarnos de él. Tan solo de esta manera, podemos
compartirlo. No es fácil perdonarnos. Un niño, comete un error, se lo
recriminamos y al poco tiempo ha olvidado la ofensa. Un adulto, un adolescente,
recibe un agravio y lo guarda en su interior, colocando como carceleros, al
orgullo, a la vanidad, al odio, al rencor, etc., para asegurar que estará bien
custodiado. Sin embargo, la tendencia natural del prisionero es evadirse, salir
al exterior, y cuando se produzca un descuido de sus carceleros, lo conseguirá.
Mientras que esto ocurre, en un deseo de ser fieles a nuestra conducta interna,
proyectamos nuestros juicios condenatorios sobre aquellos en los que apreciamos
nuestra propia conducta reprobada. Pero un día, la vida nos sorprenderá viendo
como nuestro prisionero interno se escapa y nos hace conscientes de que durante
todo ese tiempo habíamos ocultado nuestra verdadera personalidad.
La lección de hoy nos recuerda una vez más que nuestra Función en este mundo es
perdonar. No es posible gozar de la dicha de la Paz, mientras que no nos
hayamos perdonados y mientras no perdonemos a los que hemos condenado.
Busquemos en nuestro interior, dónde se encuentra ese prisionero que nos priva de la libertad. No tienes que ir a ningún psicólogo, ni terapeuta, aunque si lo prefieres, puedes hacerlo. Recuerda que no nos encontramos separados de los demás. Cada uno de nosotros, somos para el/los otros un espejo donde poder identificarnos. Si tienes dificultad para encontrar aquello que debes perdonar, analiza tu comportamiento, tus puntos de vista sobre los demás. Cuando te descubras juzgando y condenando sus hábitos, su manera de ser, su comportamiento, toma nota de ellos, pues están hablando más de ti que de ellos. Bendícelos por ese acto de complicidad que te permite llevar a cabo la función que Dios te ha encomendado: perdonar.
Reflexión: ¿Cuál crees que es tu función en el mundo que percibes?
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